lunes, 31 de agosto de 2015
La Serpiente de polvo.
La piel estirada en la canícula del verano desde la puerta de la infancia hasta el borde del río.
Muerde los pasos que arden en los pies descalzos, buscando el remanso del frescor en el recodo.
Cada gesto colgado en los bordes del tiempo, de sol a sol, de luna a luna, mientras se levanta, mojada, cercana y remota, muda y escandalosa, contra el viento que restriega la llamarada ignota.
Es el camino recorrido una y otra vez. El balde en la cabeza, los pies descalzos, la piel morena, barnizada en sudor.
No hay distancias más allá de esa frontera, sólo un breve espacio de tiempo que pasa, arrastrado por las aguas que golpean las piedras, soñando en los cabellos de niños que juegan.
De la mañana a la tarde, la polvareda se levanta, retoza contra las sábanas blancas, en el alambre del potrero.
Algarabía del regreso, en los pálidos gestos, la serpiente de polvo muerde el estómago vacío, mientras ya sin aliento, siguiendo las huellas del sol, vuelve sus pasos, el balde en la cabeza, los pies descalzos. Otro día descansa a la orilla del río.
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